Editorial: La única vía para la victoria es la organización y la lucha

Durante el mes de mayo fuimos testigos de diversas elecciones parlamentarias en distintas provincias, con especial atención en los comicios de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. En este marco, el debate político nacional quedó prácticamente subsumido en la lógica electoral, relegando a un segundo plano la agenda profundamente antiobrera y antipopular del gobierno nacional. Tanto las fuerzas “opositoras” del sistema como las organizaciones socialdemócratas —incluido el trotskismo— se subieron sin reparos al tren del debate electoral, asumiéndolo como la única vía posible de enfrentamiento contra el oficialismo.

Más allá de los análisis académicos y mediáticos —si el PRO se disuelve, si Santoro venció por su mayoría en la Legislatura, si La Libertad Avanza prospera contra los bastiones históricos del peronismo, como Salta, o contra los bastiones del PRO, como CABA,  o si Cristina Fernández de Kirchner se presentará o no por la provincia de Buenos Aires—, desde el marxismo-leninismo debemos plantearnos otro interrogante: ¿Quiénes ganan y quiénes pierden realmente en este contexto de profundización del “Plan Motosierra”? Esta pregunta trasciende el espectáculo electoral al que nos quieren arrastrar las distintas facciones de la burguesía, y refleja una realidad que elección tras elección va creciendo: cada vez más trabajadores ven como inviable al parlamentarismo burgués como herramienta de transformación.

Mientras tanto, el ajuste avanza con fuerza sobre la clase obrera. Un ejemplo elocuente es la situación en Tierra del Fuego, donde la apertura de importaciones en el sector tecnológico pone en riesgo miles de puestos de trabajo y, con ello, la estabilidad económica de toda una provincia. El problema no reside en la defensa de capitales locales, sino en que miles de trabajadores ven amenazada su fuente de sustento como resultado directo de las políticas de apertura impulsadas por el binomio Milei-Villaruel.

En paralelo, el gobierno ha decidido arremeter contra el derecho a huelga, ampliando a través de un DNU los sectores considerados como “servicios esenciales” y, en la práctica, prohibiendo la protesta en sectores clave de la economía; en un intento de impedir el ejercicio del derecho a huelga trabajadores de áreas estratégicas como la industria alimenticia, la producción de medicamentos, el transporte, los medios de comunicación, el sector energético, el comercio electrónico, entre muchos otros. Se trata de un golpe directo a las libertades sindicales y, por ende, a los derechos más básicos de la clase obrera.

A esto se suman otros episodios de ajuste y represión: la violencia constante contra los jubilados que se manifiestan cada miércoles, la conversión de EPEC en una sociedad anónima como paso previo a su privatización, y la ofensiva en múltiples frentes del movimiento obrero. Sin embargo, la respuesta de este último ha sido fragmentada y desarticulada: algunas acciones reivindicativas, pero ninguna respuesta unificada ni estratégica. Tal como hemos señalado en editoriales anteriores, persiste un grave problema de fondo: no hay unidad del movimiento obrero, los conflictos estallan de manera aislada y no existe coordinación ni territorial ni sectorial de las luchas.

En este contexto, resulta importante y llamativo el fenómeno del abstencionismo, presente en todas las provincias. En Santa Fe, por ejemplo, se registró una de las tasas de participación más bajas de la historia. Lo mismo ocurrió en CABA y otras jurisdicciones. Este creciente ausentismo, en un escenario de profundización de políticas antipopulares, es expresión clara del desgaste de los trabajadores y sectores populares frente al sistema electoral de la burguesía y su gestión de ajuste, entrega y represión. El pueblo comienza a dar señales de que no ve en las elecciones una vía eficaz para enfrentar al gobierno. Este abstencionismo no es sólo un mensaje a los partidos patronales, es también un claro rechazo a la gestión Milei-Villaruel y al sistema político que la sostiene.

Sin embargo, esta desconfianza en la política de la burguesía no se traduce —al menos por ahora— en una alternativa clara. La clase trabajadora, ante la falta de alternativa, responde con desinterés y, muchas veces, con quietismo. Se impone, así, un estado de amesetamiento político, donde la protesta queda circunscripta a lo sectorial, sin trascender hacia una acción de masas que afecte el plan de los monopolios. Lo que sí podemos afirmar con certeza es que, en este contexto, el gran derrotado ha sido el régimen democrático burgués.

El panorama está claro: el pueblo argentino comienza a abandonar la vía parlamentaria como medio de transformación social. Esto no significa, aún, una conciencia extendida sobre la necesidad de tomar el poder o de derrotar el sistema capitalista, pero sí refleja un germen de agotamiento de las instituciones democráticas burguesas, similar al que vivimos durante la crisis de 2001. Aunque no se trata de una repetición mecánica, sí es un síntoma objetivo de la situación actual de las masas obreras y populares.

De todas maneras, este cuadro de situación, que debería servir de plataforma para avanzar hacia una alternativa revolucionaria, encuentra al movimiento obrero y popular profundamente debilitado, sin un Partido de vanguardia desarrollado, sin estrategia ni horizonte. De este modo, muchas movilizaciones terminan en callejones sin salida o en un “marchismo” sin plan, sin rumbo claro. Como comunistas, sabemos que los objetivos históricos no se alcanzan sin planificación. Por eso, es urgente que la clase obrera comience a coordinar sus luchas, que los distintos sectores se unan bajo una plataforma común de reivindicaciones mínimas, con capacidad de golpear al gobierno de manera efectiva y organizada.

Lo que se necesita con urgencia es un Plan de Lucha Nacional, un Centro Coordinador de las Luchas, que abra paso a un nuevo período de confrontación más agudizada entre el trabajo y el capital. Un nuevo ciclo de combates concretos, contra la clase capitalista. Sólo una oposición obrera real —no conciliadora ni colaboracionista— podrá abrir el camino hacia la lucha política por el socialismo, hacia la conquista del objetivo estratégico por el cual luchamos: una sociedad sin clases, en la que se produzca en función de las necesidades de las mayorías. Es decir, el socialismo-comunismo.