Han pasado exactamente 60 años desde que ese gran comunista ha dejado de pensar; desde que sus manos llenas de cal y arena, maltratadas por su oficio de albañil, han dejado de empuñar un fusil para luchar contra el fascismo. Ese gran obrero comunista hace 60 años ha muerto, pero su legado y sus ideas siguen vivos en el proletariado argentino y en sus camaradas del Partido Comunista Argentino. Hace 60 años moría el camarada Guido Fioravanti, ejemplo de obrero comunista, ejemplo moral y ético de un bolchevique, el ejemplo que todo obrero debe seguir.
El camarada Fioravanti, de origen italiano, afiliado al Partido Comunista Italiano, como consecuencia de su militancia comunista, sufrió, junto a sus camaradas, la represión y la persecución. En 1925 llegó a la Argentina, y rápidamente se unió a las filas del Partido Comunista Argentino, donde durante los primeros años desarrolló su militancia comunista y antifascista en Bahía Blanca, para después dirigir el regional del Partido en Fortín Mercedes, Provincia de Buenos Aires. En octubre de 1930, se produjo el primer golpe militar de nuestro país, encabezado por el General Uriburu, que derrocó al Presidente radical Hipólito Yrigoyen; y la represión recayó sobre toda la clase obrera y, por ende, sobre el Partido Comunista; uno de los afectados por la represión de la dictadura, fue el camarada Guido Fioravanti, quien fue detenido y torturado. Pasó preso dos años en la cárcel de Devoto hasta que la dictadura ordenó su expulsión del país y la de otros detenidos más, miembros del Sindicato de Albañiles (adherido a la FORA del V° Congreso). En abril de 1932, próximo a llegar al puerto de Nápoles, el capitán del barco explicó a los detenidos que, de acuerdo a un decreto del nuevo presidente argentino Agustín P. Justo, los que quisieran podrían regresar al país. Fioravanti optó por el retorno, y desembarcó en Buenos Aires el 10 de mayo de 1932.
Tras su retorno, Fioravanti se convirtió en miembro del Comité Central con la tarea de atender el trabajo sindical del Partido, y en agosto, después de encargarse de organizar la Conferencia de la Alianza Antifascista en plena clandestinidad, fue apresado nuevamente y pasó dos meses más detenido.
Después de la histórica disputa en el movimiento obrero argentino con el anarquismo, en 1935 los comunistas argentinos fundaron en nuevo Sindicato de Albañiles, Cementistas y afines, donde se destacó Guido, pero también los camaradas Piero Fabretti, Pedro Chiarante, Rubens Íscaro, entre otros. Logrando sumar a otros oficios, y en julio de ese año se logró crear la Federación Obrera de Sindicatos de la Construcción (FOSC), y el camarada Guido Fioravanti fue elegido Secretario, al frente de la Federación. El camarada Guido tuvo una participación fundamental en la Gran Huelga de la Construcción de 1936. Ese mismo año fue detenido nuevamente.
Durante el mes de julio de 1936 también sesionó el Comité Central del Partido, el cual fue allanado durante la reunión, y sus miembros son miembros, entre ellos, Guido Fioravanti. Ante el riesgo de que fuera nuevamente deportado, la FOSC y el Partido lanzaron una campaña que realizó grandes actos en el Estadio Luna Park y el Teatro Coliseo. Fioravanti recuperó finalmente su libertad el 14 de agosto.
En 1937 la organización obrera de los albañiles dio un paso más, avanzando decididamente con la dirección política de los comunistas. Sumando a otros gremios de oficio, crearon la Federación Obrera Nacional de la Construcción (FNOC), y Guido Fioravanti también es elegido Secretario General. Ese mismo año participó junto a otros camaradas del Comité de Huelga en apoyo a los reclamos de los albañiles, pero todos los participantes del Comité de Huelga fueron detenidos, a lo que la FNOC convocó a una asamblea en el Estadio Luna Park, donde ratificó una huelga general por la liberación de los presos, ya que varios corrían riesgo de ser deportados nuevamente.
El gobierno nacional aceptó finalmente la reiterada propuesta de la policía política de aplicar a los dirigentes la Ley de Residencia. Los trabajadores de la construcción anunciaron un paro para que se derogue el decreto, pero Fioravanti finalmente fue deportado junto a otros camaradas a Italia, en donde en ese momento gobernaba Benito Mussolini. Una vez llegado a Italia, fue detenido; y tras lograr su libertad, se contactó con el Partido Comunista Italiano, y fue trasladado a la zona montañosa de Ancona, confiándole la tarea de Comisario Político de dos formaciones partisanas: la “Maggini” y la “Patrignani”. Participó, entonces, en diversas acciones bélicas.
El escritor Andrés Rivera escribió sobre Guido, pintándolo de cuerpo entero, tal cual como era, decía lo siguiente en su relato: “Guido Fioravanti era bajo y flaco. Músculo puro. Una cara pequeña, de piel, huesos y una barba rubia de dos días. Ojos verdes y furiosos. Manos encaladas. Guido Fioravanti bajaba del andamio para asistir a esas reuniones, para atender, hasta las primeras horas de la madrugada, sus tareas gremiales. Y yo, un chico de diez años o algo así, asistía, mudo, a esas citas vehementes, y después, cuando ingresaron a mi recuerdo, épicas. Mi madre, silenciosa, repartía sándwiches de milanesa y vasos de vino. Aquellos hombres duros y sanos siempre tenían hambre. Mi padre me contó, antes de enmudecer, antes de decidir que no tenía nada que decirle al mundo, que Guido Fioravanti había nacido en un poblado de Italia llamado San Giorgio. Y que Guido Fioravanti no tenía mujer o amante conocida. Que Guido Fioravanti dormía en una pieza de soltero, con piso de baldosas. Que Guido Fioravanti era un orador fogoso y un organizador nato. Y que la policía estuvo rastreándolo, noche y día, día y noche, durante la Huelga de los trabajadores de la construcción, allá por 1936 o 1937, que sacudió a Buenos Aires como ningún otro episodio social o político que se recuerde. Mi padre me contó, antes de callar, antes de que en sus ojos se instalase una súplica indescifrable, que a Guido Fioravanti y a otros militantes obreros se les aplicó la ley de residencia 4144, y fueron despachados a la Italia fascista de Benito Mussolini. (Digresión: los embarcaron con lo puesto. No, no eran dueños de casas ni departamentos. No, no eran dueños de autos. No, no tenían custodios pagos. No, no vestían ropas valuadas en miles de dólares. No transaban. No había coima que los comprase. No eran gordos).”
Más tarde en el mismo relato, Andrés Rivera continúa diciendo: “A mi padre lo trajeron con las piernas rotas, una tarde de octubre, las casas bajas del barrio y el baldío envueltos en un frío y cristalino perfume, negros contra el crepúsculo. Varios hombres lo bajaron de un mateo, en brazos y él estaba blanco como la leche. Mi madre salió a su encuentro –y si nos sostuvimos sin sucumbir a la miseria fue porque ella no se atemorizó- y lo acarició con una serenidad y una dulzura contenidas, y yo sé que mi padre, en su dolor, se sintió aliviado.
Los hombres lo dejaron en su lecho y él presentó a mi madre a uno de ellos. “Mujer, este es Guido Fioravanti, Secretario del sindicato”. Y el hombre que se llamaba Guido Fioravanti dijo: “Pedro, señora, se cayó del andamio…Usted sabe cómo es el oficio”. Mi madre había estado esperando esto toda su vida. “Si que lo sé”.
El hombre que se llamaba Guido Fioravanti se dirigió a mi padre: “Tomá, viejo, para los primeros tiempos” y dejó en la mesa un puñado de arrugados billetes. “Adiós, viejo. Adiós, señora, mayor gusto. Pronto nos va a tener por aquí. Vamos, muchachos”.
Y el hombre que se llamaba Guido Fioravanti se fue. “Ése es Guido Fioravanti, mujer, y nunca conocí a nadie igual”. Y yo, jamás escuché en labios de mi padre, una alabanza semejante. Mi madre se empleó de costurera y yo me dormí, muchas noches, arrullado por el pedaleo de la máquina de coser y las narraciones de mi padre, que me describía países extraños, montañas, expediciones y selvas de fábula mientras armaba pausadamente sus cigarrillos y pausadamente los fumaba, gozando de sus fantasías, observando sus manos encaladas, sin temblores, trabajando con el librillo de papel y el tabaco, escuchando a mi madre: “No se acuerdan más de vos. Te dejaron solo. No han vuelto tus amigos”.
Mi padre no se inmutaba: “No, mujer. Lo que ocurre es que están haciendo cosas, arreglando el mundo”.
Guido Fioravanti volvió. Volvió una tarde de sábado con una botella de Chianti y una bolsa de tabaco para mi padre y cincuenta pesos para nosotros. Abandonó, largo tiempo, sus manos de dedos cortos entre las de mi padre, como si no tuviera otra cosa qué hacer en el mundo, y los dos hombres se miraron a los ojos, y carraspearon, y la cara flaca y el corte audaz de la mandíbula de Fioravanti temblaron, y yo puedo afirmar que nunca supe de un hombre tan duro como ése. Estaba allí, estrechando los hombros de mi padre con sus brazos nudosos, y su cuerpo diminuto e inquebrantable hervía. Y hasta mi madre, desengañada de todo, convino que Fioravanti no era igual a los demás.
Los hombres hablaron mucho y bebieron el Chianti y comieron las empanadas que frió mi madre y que Fioravanti elogió en términos que a ella le provocaron una corta sonrisa, acontecimiento que se acercaba a lo milagroso.
Los vecinos cruzaron el largo patio y saludaron: “¿Qué tal, Guido?” y se dijeron entre sí: “Es Fioravanti, el Secretario de los albañiles, el de la huelga de los noventa días”. Y él respondió a los saludos y preguntó por la familia de cada uno y se sirvió uvas que ellos le ofrecieron y el humo de los Avanti inundó el caserón.
Mi padre era feliz escuchando la voz metálica de Fioravanti, viéndolo apurar los vasos de Chianti, rodeado de hombres que lo comprendían, que tenían noción de lo que era un andamio, un encofrado, una mezcladora y que se aguantaron tres meses sin doblar la frente ante los patrones.
Yo estaba entre ellos aspirando el perfume de los jazmines, de ropa tendida, de las empanadas dorándose al fuego, del vino en los vasos. Uno de los hombres gritó: “Vamos a cambiar el mundo, eh, Guido”. “Claro que lo vamos a cambiar“, afirmó Guido. “Pronto, muy pronto”. Los hombres aprobaron eso, levantaron las copas, se golpearon amistosamente las espaldas.
Y por fin Fioravanti se despidió “Chau, viejo, hasta pronto”. Y no dijo más y fue bastante para mi padre. Rato después, señalando hacia la puerta de calle, mi padre exclamó: “Ése es Guido Fioravanti, un hombre como no conocí otro”.
Guido Fioravanti es una de nuestras principales banderas, ya que demuestra la composición de clase de nuestro Partido, por ende, su objetivo estratégico, la voluntad de lucha y la entrega de los comunistas a la causa de la clase obrera y el pueblo. Todo obrero, y por ende, todo comunista debe aspirar a tener la moral, la ética, la disposición al combate y la entrega de Guido Fioravanti, que hoy sigue vivo en el Partido Comunista Argentino y en el proletariado de nuestro país.